95 años de la Comedia Musical Argentina

 



Más de uno dijo alguna vez que en la Argentina no había tradición de comedia musical. Prácticamente ninguno de los libros escritos sobre la historia del teatro argentino señalan la existencia de obras musicales. Y basta recordar que en la década del 30 se estrenaban entre 20 y 40 musicales importantes por año. Pero todo se remonta a 1926. Durante la primera semana de julio de ese año, un título se repetía en los distintos medios gráficos de Buenos Aires: “Se estrena la primera comedia musical”. Concretamente el 8 de julio de 1926, la Compañía Nacional de Grandes Revistas de M. M. González y A. Alvarez estrenó Judía, de Ivo Pelay, en el teatro Porteño. Los anuncios, la marquesina de la sala y el programa de mano anunciaban: “Por primera vez en Buenos Aires... M. M. González presenta a Iris Marga, Carmen Lamas, Dora Gález, Encarnación Fernández, Hortensia Arnaud y Leopoldo Simari en la comedia musical Judía”. Dos días después, el teatro Ópera estrenó La princesita Vanidad, con la compañía de Ruggero-Zárate que, haciendo alarde de su mayor despliegue, era anunciada como un “film comedia musical”. Semanas antes, los hacedores de ambos espectáculos cruzaban declaraciones en los medios asegurando cada uno que representaría a la “auténtica comedia musical que se desarrollaba en Nueva York y en París”.

Hasta ese entonces el término nunca se había acuñado en la Argentina, por eso, podría afirmarse que fue el comienzo de la comedia musical como género establecido, aunque no como estructura dramática nueva. Claro está, el dato no indica que antes de esa fecha no hubo obras musicales. Si nos remontamos a finales del siglo XIX, las primeras zarzuelas criollas ya eran un anticipo de lo que hoy conocemos como comedia musical. Luego de esas zarzuelitas que, en su mayoría, parodiaban la actualidad social y política del momento, apareció aquello que los historiadores del teatro llamamos sainete lírico. El género chico por excelencia adoptaba tangos y otras melodías para continuar ese discurso hablado y congregar a más espectadores. El sainete lírico continuó hasta los años 30, pero con la aparición de Judía se concebía una nueva forma de dramaturgia, unida en argumento a canciones y bailes.

Primero pensemos en qué es lo que legitima al teatro musical, ya que no andamos por la vida cantando y bailando. El estado emocional más alto de cada personaje provoca que sus palabras ya no sean suficientes como para expresar sus sentimientos y necesite de la canción para subrayarlos Y cuando esto tampoco es suficiente, estalla la danza. El público argentino, por aquel entonces, entraba fácilmente en esa convención y cada espectáculo musical se representó durante varias décadas de martes a domingos, en varias funciones diarias.

Volvamos a Judía. Estaba basada en la novela rusa Mi esposa oficial y tenía una pretenciosa trama de intriga y suspenso con una serie de gags y equívocos. Escrita por Pelay (el dramaturgo más prolífico de la Argentina) contó con canciones del maestro Ermanno Andolfi. Entretanto, La princesita Vanidad, de Manuel Romero (uno de los mayores exponentes del cine musical argentino), Bayón Herrera y V. Mucci presentaba un argumento más simple y regido bajo viejas fórmulas: la chica rica que está enamorada del muchacho pobre, pero que debe casarse con uno rico que, a su vez, es un farsante.

Pero aquél fue sólo el comienzo. Pelay siguió estrenando musicales con un neto corte local, romanticismo, humor y algunas sarcásticas pinturas de actualidad. El musical vernáculo cuenta en su historia con nombres gigantes como Enrique Santos Discépolo, Armando Discépolo, Francisco Canaro, Sixto Pondal Ríos, Carlos Olivari, Enrique T. Susini, Tita Merello, Tito Lusiardo, Aída Luz, Carmen Lamas, Tania, María Esther Gamas, Elsa O’Connor, Roberto Fugazot, Jorge Vidal y una constelación fulgurante.

La época de oro de la comedia musical argentina podría enmarcarse entre 1932 y 1960. ¿Por qué? Porque es el período en que el género forja una identidad propia con espectáculos de temática o interés local en el marco de producciones importantes. En otras partes del mundo, en el contexto del género, la comedia le dio paso al drama. En la Argentina ocurrió algo similar, pero más rápidamente. El aspecto jocoso y tragicómico del sainete lírico derivó en las primeras comedias musicales de 1926 pero, casi inmediatamente, se abrió camino el drama con Madama Lynch (1932), Wunder Bar, La Perichona y Winter Garden (1933).

Las grandes comedias musicales de la época eran las de Francisco Canaro e Ivo Pelay. Además de los textos de corte popular, con componentes cómicos, románticos y emotivos, y de la excelente partitura de Canaro, contaban con espectaculares escenografías corpóreas, orquestas de no menos de 30 integrantes, elencos numerosos, vestuario de lujo y unas puestas de luces inusuales por aquel entonces. Todo comenzó con La muchachada del Centro (1932), obra que dio comienzo a la época de oro del musical y marcó un hito en su tiempo: 900 representaciones consecutivas en cartel, en el teatro Nacional, durante dos años. Pero se mantuvo una temporada más en el teatro Sarmiento. A partir de ahí, la dupla estrenó diez obras en el período más álgido del género en Buenos Aires (entre las décadas del 30 y del 50): La canción de los barrios (1934), Rascacielos (1935), Mal de amores (1937), El muchacho de la orquesta (1939), La historia del tango (1941), Sentimiento gaucho (1942), Buenos Aires de ayer y de hoy (1943), Dos corazones (1944), El tango en París (1945) y la exitosísima Tangolandia (1957). En esas obras se estrenaron tangos hoy famosos como “La muchachada del Centro”, “Los amores con las crisis”, “Se dice de mí”, “El esquinazo” o “Adiós, Pampa mía”, entre tantos otros.

A su vez, Enrique Santos Discépolo fue una figura vital en el desarrollo del género. A partir de su obra Caramelos surtidos (1931), donde estrenó el tango “¿Qué sapa, Señor”, en sociedad con su hermano Armando, relocalizaron en Buenos Aires famosas operetas europeas, produjeron y dirigieron un drama histórico rimbombante como La Perichona (1933) y un drama existencialista ambientado en un cabaret como Wunder Bar (1933 y 1947), en el que los actores entraban por platea y las primeras filas de butacas del Ópera fueron reemplazadas por mesitas.

Otra dupla trascendente de la época fue la integrada por Sixto Pondal Ríos y Carlos A. Olivari, reconocidos periodistas del diario Noticias Gráficas, en el que escribían dos columnas muy populares. Conocían muy bien el desarrollo que vivía el género en el hemisferio Norte y readaptaron aquel estilo a la escena nacional. Sus principales títulos: Si Eva se hubiese vestido (1944), Luna de miel para tres (1947), El otro yo de Marcela (1948), Así se ama en Sudamérica (1950) y Cuando las mujeres dicen sí (1953). Su temática favorita eran los enredos amorosos, con una sutil mirada crítica sobre algunos tabúes de la época. A diferencia de las obras de Pelay-Canaro, para ellos el criollismo y el porteñismo no eran elementos hegemónicos. Y aunque tenían en común el amplio despliegue humano sobre el escenario, sus puestas intentaban emular la espectacularidad de los grandes musicales norteamericanos. En síntesis, lo que hicieron fue resemantizar aquel sistema teatral. Se dice que mucho se debe a la contribución de Paloma Efrón (Blackie), pareja de Olivari algún tiempo, que viajaba muy seguido a Nueva York y les aportaba ideas de algunas obras vistas.

Hubo muchos títulos emblemáticos como El patio de la Morocha (de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo), Madama Lynch (García Velloso, Remón, Buchardo), Petit Café (René Garçon) y hasta versiones musicales de clásicos locales como Las de Barranco o Locos de verano, de Gregorio de Laferrère. Mucho más adelante llegaría esa joya que concibieron Horacio Ferrer y Astor Piazzolla y que dio la vuelta al mundo: María de Buenos Aires (1968). Fue vista más veces en otros países que en la Argentina.

La primera comedia musical de Broadway que arribó a la Argentina fue Simple y maravilloso (1957), con Osvaldo Miranda, Malu Gatica, Delfor Medina y Beatriz Bonnet. Fue el punto de partida para numerosos títulos como Mi bella dama, Hello, Dolly!, El hombre de La Mancha, El novio, Los fantásticos, Can Can, Kiss Me Kate o El violinista en el Tejado. A partir de 1961, hasta comienzos de la década siguiente, se estrenaron en Buenos Aires 33 comedias musicales extranjeras, de las cuales 16 eran importadas de Broadway. Podría afirmarse que los títulos más importantes de Broadway y el West End pasaron por la cartelera porteña: Hair, Pippin, Godspell, Rocky Horror Show, Aplausos, Chicago, Sugar, Annie, Sweet Charity, La mujer del año, Calle 42, Jesucristo Superstar, Cabaret, Alta sociedad, La jaula de las locas, Yo y mi chica, Cats, El beso de la mujer araña, La Bella y la Bestia, Los miserables, Hairspray, El fantasma de la ópera, Rent, Los productores, Avenida Q, Casi normales y muchísimos más.

Alejandro Romay fue uno de los productores más prolíficos y sufridos. Con Hair (1971) sufrió que diariamente integrantes de su elenco vayan presos por tener el pelo largo y con Jesucristo Superstar perdió un teatro. El día previo al estreno un comando de siete hombres armados irrumpió inesperadamente en el Teatro Argentino y, desde el pullman, arrojaron 25 bombas molotov que no dejaron nada en pie.

En 1979, el estreno de El diluvio que viene burló a la dictadura con una obra aparentemente candorosa para hablar del celibato y el abuso de poder. Tal vez sea una de las obras musicales que más tiempo han estado en cartel (casi una década en Buenos Aires y distintas ciudades del interior). Pasaron por sus filas nombres como José Ángel Trelles, Vicky Buchino, Graciela Pal, Juan Darthés, Inés Estévez, Juan Durán, Natalie Pérez y Julia Calvo, entre tantos otros.

Pepe Cibrián Campoy, nombre que es sinónimo de musical, estrenó en 1971 Universexus, una obra que seguía el estilo conceptual de Hair. Pero en 1978 fue cuando dejó una huella en el género con el estreno de Aquí no podemos hacerlo, obra que hablaba de las vicisitudes de un grupo de artistas para llevar a cabo un espectáculo. Fue un trabajo que reunía a nombres importantes como Ana Itelman, Luis María Serra, Ricky Pashkus, Sandra Mihanovich y Ana María Cores, entre muchos más. Sus socios musicales fueron alternadamente Luis María Serra, Martín Bianchedi y Ángel Mahler. Con Calígula (1983) realizó su mejor alegoría sobre la dictadura y con Drácula (1991) hizo comenzar una nueva era del género. Fue el inicio de un boom que generó miles de fanáticos y de escuelas de teatro musical que hoy ya dan sus frutos.

Cómo no mencionar la impronta de Hugo Midón y Carlos Gianni, con sus obras para chicos y grandes; los trabajos de la dupla Manuel González Gil-Martín Bianchedi (El loco de Asís, Los mosqueteros) o ese trabajo impecable que realizaron Nacha Guevara, Alberto Favero y Pedro Orgambide con Eva, el gran musical argentino (1986-2007). La canción “Si yo fuera como ellas” tal vez sea una de las más bellas compuestas para el género.

Es indudable que el musical creció de manera agigantada en la última década. Ya tiene su propio premio (los Hugo) y hay artistas locales que emigraron hacia otros epicentros teatrales como Londres, Nueva York, Madrid, México o Berlín. Elena Roger y Gerónimo Rauch ya están consagrados en el mundo, mientras que Rodolfo Valss, Karina K, Roberto Peloni, Juan Rodó, Laura Conforte, Alejandro Paker, Mariano Chiesa, Natalia Cociuffo, Germán Tripel, Florencia y Marisol Otero y muchísimos más hoy forman parte de una forma de teatro que requiere de intérpretes que sean tan buenos actores como cantantes o bailarines.

Pero lo mejor que está pasando es que los creativos son cada vez más y tienen su semillero en el off porteño. El fenómeno La parka (de Diego Corán Oria y Jorge Soldera) no tiene precedentes y basta recordar la temporada 2014, en la que las únicas obras comerciales de la calle Corrientes de autor nacional eran musicales: Manzi, la vida en orsai, Camila, nuestra historia de amor, Tango feroz y El jorobado de París.

Hoy con esa maravilla dramatúrgica que es Los monstruos (Emiliano Dionisi y Martín Rodríguez) se puede afirmar que en estos 90 años, el musical argentino comienza una nueva era.

Si cuando está triste en su cabeza suena un bolero, cuando está feliz le da la sensación de que todos en su alrededor bailan un rocanrrol y cuando está enamorado suena la balada más cursi... sus emociones entraron en el género, y en el fondo, terminó por legitimarlo. Todos somos musical.