El talentoso creador tiene una obra en el San Martín, vuelve con El Brote al Maipo, estrena en el Cervantes y prepara la adaptación del musical sobre el niño bailarín, que será la gran apuesta de 2026 en Buenos Aires.
La mesa de corte de telas en las casa de sus padres que eran trabajadores textiles fue uno de sus primeros escenarios. De aquello pasó mucho tiempo (en verdad, no tanto, tiene 38 años).
Hace unas semanas, el hermano de un futbolista y una historiadora estrenó en el Teatro San Martín Sansón de las islas, en la que dirige a Luciano Castro en el papel de una exestrella del catch en tiempos de la Guerra de Malvinas.
A los pocos días, se subió a un avión. En estos momentos está de gira por distintas ciudades de España con La Compañía Criolla (colectivo teatral que generó títulos como Huesito Caracú, Recuerdos a la hora de la siesta, Cyrano de más acá o Los Monstruos).
Pero la cosa continúa: el mes próximo, estrenará una nueva obra propia en el Teatro Nacional Cervantes pensada para el espacio de la sala Luis Vehil.
También repondrá El Brote, aquella obra de culto que no para de acumular millaje.
Y desde mayo de 2026 dirigirá el musical Billy Elliot, en el Teatro El Nacional.
“Soy muy culo inquieto”, dice al pasar en un bar de Palermo días antes de partir a España, de ensayar en el Cervantes, de estar presente en las audiciones del gran musical que produce Diego Romay que se estrenará en mayo del año próximo.
Se trata de Emiliano Dionisi. El que alguna vez formó parte del programa Caiga quien caiga, el que armó el último espectáculo de Topa, el que también se animó a dirigir al Ballet Folklórico Nacional, versionar clásicos o montar una obra de María Elena Walsh sin canciones de ella, que se llevó un Premio Hugo de Oro.
A lo largo de su trayectoria, las obras de este actor, director, dramaturgo, docente y gestor han obtenido merecidos reconocimientos y participado en infinidad de festivales internacionales.
Estudió con Hugo Midón, circo en la Unsam arte dramático en la UNA y tomó infinidad de cursos y más cursos. Es tan hiperkinético que, durante la entrevista, cada vez que afirma algo golpea con uno de sus pies, como si buscara un efecto sonoro para reforzar el concepto.

Conocedor de los distintos circuitos de creación y producción escénica, apenas comienza la charla señala su preocupación por el teatro actual porque percibe que los contenidos están siendo definidos a partir del consumo.
“Cada vez se va detrás de satisfacer una demanda que impone sus propias reglas, lo que genera que se termine al servicio de eso para no quedarse afuera. ¿Por qué en el cine tenemos un cantidad impresionantes de remakes, los mismo títulos que hace 20 a o 30 años? Porque se apuesta a una marca segura, que es todo lo contrario a contar una historia nueva y que la gente tenga que arriesgarse a ella.
Se le ofrece al espectador un plato conocido, pero no sé si es tan nutritivo hoy. Ir a buscar al público es parte de lo que hacemos, lo sé. De hecho nosotros, como grupo, tenemos hambre de público porque en una cooperativa no se cobra hasta que llega lo recaudado por la venta de entradas.
Desde otra perspectiva, las salas cada vez te dan menos tiempo para tener una obra en cartel. Eso genera una precarización del teatro, trabajamos el triple para ganar lo mismo. Hay que para la pelota. ¿Vamos detrás de la demanda o imponemos nuestras propias reglas?”, se pregunta sin encontrar respuesta este verdadero trabajador de la escena.
El tema lo ocupa y le preocupa. Sabe que en ese vértigo de hacer pocas funciones a la espera de respuesta inmediata del público hay una trampa.
“Hay obras que necesitan instalarse, que no van bien de entrada. Necesitan encontrar su público, su lugar, su horario, su espacio. Si eso no se respeta, terminamos haciendo obras descartables -señala-. No podemos aceptar que se perjudique nuestro laburo, nuestro trabajo, nuestro esfuerzo”.
–El año pasado tuviste varias obras en cartel y en este primer semestre ya tenés dos obras a estrenar y una gira por España con El Brote, Sueño y Romeo y Julieta de bolsillo.
–A España somos integrantes que hacemos tres obras. ¿Decime si eso no es familia de circo? En gira somos nosotros los que cargamos la camioneta y nos da mucha alegría hacerlo. Es nuestro laburo y lo disfrutamos. Pero es difícil entrar en la lógica de la sobreexplotación. Es complejo zafar del truco del consumismo y no terminar nosotros siendo nuestros propios explotadores. Yo tengo la suerte de trabajar y que me aparezcan oportunidades que me hacen crecer como artista. Aunque ande corto de tiempo, reconozco que siempre me viene la cosa medio tana de mi viejo con su profundo respeto al trabajo. Recién ahora estoy intentando manejar mi propia agenda, porque el cuerpo me pasa factura. De hecho, el estreno de Sansón no me vino bien en fechas, pero era una obra de Gonzalo Demaría, en el San Martín y no podía decir que no...
–Y es tu primera obra para adultos en la Casacuberta.
–Claro, una sala que amo. Pero la gira en España había comenzado y yo estaba acá. Se me juntó el ganado.
–Y para fines de mayo tenés un estreno en el Teatro Cervantes.
–Cuando empecé a ensayar Sansón estaba escribiendo la obra del Cervantes y cuando empecé a ensayar esta obra me senté a escribir otra para El Galpón, de Montevideo. Me queda claro que no se puede hacer todo...
–Venís de montar una obra de Gonzalo Demaría y montarás otra en el Cervantes, teatro que dirige él. ¿Cómo se maneja esos vínculo tan distinto?
–Cada uno entendemos el rol en cada espacio y él lo hace de forma responsable, con amor. A Gonzalo lo respeto muchísimo. Cuando me llegó la propuesta del San Martín, no lo dudé. Ahora nos toca otro rol. El Cervantes está renovando el Salón Dorado, que está quedando espectacular, y Gonzalo me propuso que creara una obra que dialogue con ese espacio. Así fue que pensé La diabla, en la que actuará Monina Bonelli.
–¿De qué se trata?
–El título completo es La diabla o cómo destruir el mundo. En la trama, el Teatro Cervantes convoca a médium muy famoso para hacer unas conferencias en la sala con la idea de que los teatros públicos necesitan ingresos extras. Es un chiste sobre cómo, a veces, se utilizan las salas oficiales. En lo personal, me alegra estrenar en estos teatros públicos que siempre están pendiente de sus presupuestos.
–En relación con esto último, ¿hay mucha diferencia salarial entre trabajar para el San Martín y el Cervantes?
–Un poco. En estos momentos es a favor de Ciudad, pero eso va cambiando con el tiempo.
–En la sala principal del Cervantes presentaste el año pasado Comunidad, con el Ballet Folklórico Nacional. ¿Cómo fue aquello?
–Hicimos unas funciones ahí con 40 bailarines en ese gran escenario, fue un quilombo hermoso. Me volví loco. Es un lugar común pero me gusta aprender, descubrir, meterme en lugares que no conozco demasiado. Encarar un proyecto que implique meterse en un terreno desconocido y que, encima, te paguen, es algo espectacular.
–¿El meterte en algo desconocido no te genera temor de no estar a la altura?
–Muchas, pero me cag... en las patas y lo hago igual. Con el Ballet Folklórico me pasó. En Recuerdo a la hora de la siesta fue la primera vez que trabajé con el Grupo de Titiriteros del Teatro San Martín cuando yo nunca había trabajado con títeres. Para Sansón se me vino el universo de catch, otra. Pero en los primeros entrenamientos me puse las rodilleras para subirme al ring, ¿mirá si me iba a perder intentar hacer una toma de catch?
–¿Tener a Luciano Castro en el elenco de Sansón forma parte de una forma de ampliar una base de público?
–Es una buena estrategia para que el que no conoce al San Martín se acerque a la sala. Es ir a la pesca de otro público apelando a una figura como Luciano más allá de que el papel le quede perfecto.
-En esa línea, en una entrevista reciente el productor Carlos Rottemberg reflexionó sobre cómo la falta de ficción en la televisión abierta ponía en riesgo al teatro comercial porque necesita de esos nombres que la pantalla chica hizo famosos para encabezar sus grandes títulos.
-Seguramente tiene razón. De todas maneras creo que el teatro comercial está en crisis desde hace tiempo, más allá de la falta de ficción. Al margen de la presencia de un actor reconocido tenemos que lograr que cuando la gente vaya a una sala de Corrientes se tope frente a un evento extraordinario, para que tenga ganas de volver. Claudio Tolcachir, con La omisión de la familia Coleman, hizo que un público que solamente iba a teatros del centro se trasladara a una sala de Boedo porque sabía que ahí pasaba algo muy interesante. De hecho, hay un público que migró para esas salas del circuito alternativo y, como contrapartida, hay varias obras del circuito alternativo en salas de la Avenida Corrientes. Mirá la programación de Metropolitan.

–Si bien sos un creador nacido y criado en el circuito alternativo con amplia llegada en los teatros públicos, hasta el momento trabajaste poco en el comercial.
–Cierto. Lo más comercial que hice fue un espectáculo de Topa que sirve como ejemplo de lo que veníamos hablando. Me llamó hace cosa de dos años para dirigir una obra suya en El Nacional. Le propuse salir de la fórmula que tenía, que funcionaba muy pero muy bien. Escribí Topa, es tiempo de jugar, que incluía algunas canciones de sus éxitos, otras menos conocidas que eran funcionales a la historia y tres nuevas. Les propuse que el espectáculo no tuviera la lógica de producción, que venían teniendo que era la de hacer una obra por año. Si bien el costo de producción fue más elevado, tuvimos más tiempos de ensayo y lo concreto es que Topa, la máquina del tiempo ya hizo dos temporadas en El Nacional y ahora se va de gira. Yo no soy Mandrake, solo propuse salir de la lógica de montar algo rico y barato.
Billy Elliot
–En medio de toda esta actividad, ¿vas a volver a actuar?
–Ojalá, pero no me llaman [y pone cara triste]. Como me la paso escribiendo y dirigiendo, se olvidaron de que actúo.
–Como parte de ese corrimiento debe entenderse que te llamaron para dirigir Billy Elliot, el megamusical con música de Elton John que está en período de audiciones y que se estrenará en El Nacional.
–Me lo propusieron a fin del año pasado. Recién este año se confirmó el montaje y que la tríada principal se completaba con Gustavo Wons [a cargo de la coreografía] y Gaby Goldman [dirección musical], algo que me entusiasmó muchísimo. Había visto la obra en Londres y otra versión preciosa en México; y, claro, la película que dirigió Stephen Daldry, que me deshidrata cada vez que la veo. Es una pequeña obra de arte.
–¿Qué representa hacerte cargo de semejante puesta?
–Billy Elliot es un desafío enorme, por supuesto. La obra es muy bella y muy compleja. En lo personal, las complejidades escénicas me gustan afrontarlas, toparme con esos mecanismo teatrales fan fuerte. El desafío mayor es hacer que una obra que tiene una maquinaria tan grande, de tanta gente en escena, de tanta producción y de tantos elementos a coordinar, no pierda su corazón y su sensibilidad. El tema es lograr el equilibrio entre un formato de musical enorme y esa historia muy pequeña, de un pibe que vive en un pueblito que atraviesa una crisis económica feroz y que se atreve a salir de algo establecido cuando intuye, porque ni siquiera lo conoce, que hay algo dentro del mundo del ballet que lo atraviesa emocionalmente. Si logramos que esta gran caja de resonancia que es toda la producción y la puesta sirva para contener esa historia tan sensible, vamos a estar dando un buen paso. Por ahora todo esto lo vivo con suma alegría.
–Algo que no tiene que ver con nada del presente. ¿Podés contar qué hacías en el programa Caiga quien caiga?
–¡Uy, eso fue cuando todavía estaba en el colegio! Eran unos sketchs sobre que había hecho tal persona famosa cuando era chica. Era muy divertido.
–¿Y qué era de Emiliano Dionisi cuando era chico?
–El mismo culo inquieto de ahora. En mi casa de Ramos Mejía hacía obras de teatro. Pero hacía todo: el afiche, las entradas, las luces, el programa de mano y vendía los tickets en los asados familiares; ¡producción integral! Yo entendía que el todo era mi trabajo, desde cómo se comunica a lo que hacía en escena.

–¿Vivían en una casa grande?
–Sí, de familia muy tana con mis viejos que era trabajadores textiles. Cuando la fábrica de mi papá la mudaron a Avellaneda hicieron la casa ahí en donde tuve por primera vez mi cuarto. Tengo dos hermanos, uno es futbolista y la otra una historiadora. Mis abuelos habían comenzado haciendo medias y, luego, confección de ropa. Por eso mi primer escenario fue la mesa de corte. De mis viejos aprendí la capacidad de trabajo. En una época les fue muy bien, montaron la fábrica y todo eso; pero importaciones van y vienen, y quebraron varias veces. Entonces, mi viejo se levantaba a las 4 de la mañana, ponía unas chombas en una bolsa y se iba con mi hermano a vender a un puesto de La Salada. Cuando volvían, cortaban en la mesa mientras mi vieja cebaba mate. Eso se aprende, se mama de chico. Cuando ahora estoy en el Teatro San Martín y tengo un sistema de luces automatizado, la paso bomba. Pero si en El Brote me tengo que subir a una escalera para poner los tachos de luces lo hago sin problemas. Es mi trabajo.